
Imagen: Sol ardiente de junio, Frederic Leighton, 1895
Uno
Tal vez una mañana despertamos descansados, sin necesidad de una alarma o despertador, abrimos los ojos e iniciamos nuestro día desde cero.
Es decir, sin la carga en nuestra mente de las horas pasadas acumuladas o la preocupación de lo que va a pasar en las horas futuras.
Despertamos plenamente en el presente, en esos tres segundos que nos dicen los neurocientíficos que dura el presente. Y nos sentimos. Es decir, físicamente nos sentimos a nosotros mismos. Sentimos nuestro cuerpo y percibimos claramente nuestro entorno, sin distracciones.
La luz se ve más clara, los sonidos más sutiles se escuchan claramente. Quizás incluso los aromas o las texturas se notan más.
Percibimos todo esto y es agradable, nos sentimos contentos, satisfechos, plenos, pero en equilibrio. No hay alegrías o euforias desbordadas. Las emociones (alegría, tristeza, miedo… ) están como suspendidas.
Es quietud, calma. Una quietud no pasiva ni activa, en cierto estado de alerta, de mente y sentidos abiertos.
Dos
Tal vez en algún momento del día, mientras caminamos, nos sorprende un árbol, un atardecer, algo en el paisaje que no habíamos visto antes. Nos hace detenernos, y en cierto modo, olvidarnos de todo, de todas las horas pasadas y las horas futuras.
O mejor, nos hace recordarnos el presente, nos ponemos en el aquí y ahora. Y ahí, conectados plenamente con nosotros mismos, sin nada más, nos conectamos también con nuestros sentidos y nuestro entorno.
El tiempo parece detenerse. Parece que solo existo yo y el objeto de mi contemplación, aún cuando mis sentidos y mente están abiertos a todo.
Tres
A veces, esos momentos de quietud, calma, concentración y apertura al mismo tiempo, los encontramos cuando realizamos una actividad concreta, dotada de una buena dosis de novedad, sorpresa y expectativa mezclada con otra dosis de rutina, seguridad y repetición.
Esa actividad puede ser leer, un libro, correr, tejer, dibujar, tocar algún instrumento musical, bailar, hacer ejercicio…
La mezcla nos mantiene al mismo tiempo despiertos y alertas, que tranquilos y en confianza.
La atención entonces, tiene algo cambiante y llamativo en qué entretenerse para no aburrirse, pero es al mismo tiempo es algo concreto y delimitado para no perderse o divagar.
Meditación con otro nombre
En esos momentos vivimos espontáneamente lo que buscamos intencionalmente durante la meditación o mindfulness.
No quiere decir que el simple hecho de sentarnos a meditar nos traiga estos momentos. Es una práctica. A veces, sobre todo al principio, podemos sentarnos durante varios minutos y no experimentar nada. Pero la idea de la práctica es que cuando esos momentos llegan, los hacemos durar, les damos espacio.
Y lo mismo deberíamos hacer con esos momentos meditativos espontáneos: hacerlos durar, darles espacio.
Alargar el tiempo, abrir el espacio
¿Cómo se alarga el tiempo o como se abre el espacio?
Cuando uno de esos momentos llega, se les acompaña con la respiración (¡los suspiros son un modo espontáneo en que lo hacemos!), es decir, se les respira, se les inhala.
(Curiosamente cuando el tiempo se hace durar se dice “ralentizar o lentificar el tiempo”, pero si decimos —incorrectamente— “alentar el tiempo”, además le damos ánimos al tiempo, y alentar etimológicamente viene de respirar.)
Cuando uno de esos momentos llega, se les observa, sin juzgar, sin analizar, solo observando. En el momento de juzgar o analizar suelen desaparecer.
(Los griegos le llamaban epojé o “juicio suspendido”.)
Cuando uno de esos momentos llega, se queda uno quieto, casi inmóvil, casi inexistente, porque el yo deja de ser yo y es uno con la inmensidad.
(Los taoistas le llaman wu wei, “no acción o no hacer”, no en un sentido pasivo sino en el sentido de ser espontáneo, dejarse llevar por el flujo, sin estorbar, sin causar conflicto.)
Adolfo Ramírez Corona (adolforismos.com)